Querido lector,
Es la una de la tarde del martes. Tras una mala noche y madrugar para ir a la oficina, se acerca ese momento del día en el que los minutos parecen durar más de lo que deberían. Es la ironía de la jornada intensiva: estás menos horas, pero a veces se hace más largo. Me queda poco más de una semana para irme de vacaciones, así que estoy en ese extraño periodo en el que hace falta cerrar muchas cosas, pero mi cabeza está ya en modo avión. Salgo de la última reunión de la mañana y bajo a la cafetería, con la esperanza de que los compañeros que se han adelantado aún no hayan decidido volver a subir.
Cojo algo en la máquina y saco el móvil para pagar. Al ver la hora que es, me doy cuenta de que llevo desde el día anterior sin mirar WhatsApp. Pago y compruebo que tengo algunos mensajes. Nada es urgente, así que responderé por la tarde. Por suerte la gente cercana ya está acostumbrada. Saben que no tengo ninguna notificación activa, por lo que no me entero de si me han hablado hasta que entro en la aplicación. Me sumo a la conversación de los compañeros. Uno me recrimina que hable de trabajo, arguyendo que la cafetería es territorio neutral. Como tiene razón, me callo y pasamos a cosas más importantes.
Vuelvo a guardarme el móvil en el bolsillo y pienso en lo que habría pasado si nadie me hubiese hablado. Si, tras tantas horas desconectado, no se hubieran acordado de mi. Pienso en qué pasaría si eso se convirtiese en mi norma. Si lo raro fuese que alguien me escribiese.
En esa situación, comprobar los mensajes pasaría a ser un vil recordatorio de mi soledad. La esperanza de encontrar un ¿qué tal te va?, daría paso a la desolación propia de quien no se siente querido. Pienso en los cumpleaños que no felicito. En lo poco que llamé a mis abuelos. En el aislamiento de las personas mayores, protagonistas de las historias que me contaba mi madre cuando volvía del trabajo.
Me acuerdo de mí mismo en el instituto, comprobando por la noche cuántas conversaciones tenía abiertas. Si no hablaba con al menos veinte personas al día —los grupos no contaban— me obligaba a escribir a alguien. Buscaba asegurarme, como cualquier adolescente, de que no estaba solo. Tuenti, Instagram y WhatsApp me hicieron olvidar muy rápido que de crío pasaba todo el verano en el pueblo sin saber nada de nadie. Supongo que nos pasó a todos los que esto de las redes sociales nos pilló en plena adolescencia. Ya de adulto me di cuenta del problema, tiré del cable y desconecté.
Valoro poder charlar con amigos de Bélgica o Inglaterra sin tener que coger un avión. También aprecio no perderme cómo crece mi sobrino. Llamar sin avisar —a lo boomer— y pasar una hora arreglando el mundo. Recibir un “te echo de menos”. Escribir una carta y que la lean cientos de personas. Pero hoy pensaba en aquellos que, pese a estar conectados, no reciben ningún mensaje ni tienen a quién mandárselo.
No recuerdo si cuando hablaba a la gente tenía algún interés genuino en lo que me iban a contar. Pero si recuerdo lo mucho que me importó cuando gracias a un “¿cómo va la cosa?” M. A. tuvo alguien para hablar de su padre borracho. O cuando R. C. me llamaba y se quedaba conectado en silencio para después llorar porque se sentía perdido. O los paseos a las cuatro de la mañana con F.Y., que pensaba en lo peor pese a ser perfecto a ojos de todos. Ninguno de ellos eran personas de mi círculo más cercano, tan sólo recibieron un mensaje un tanto azaroso cuando lo estaban esperando.